Suite fantástica
Amandine entra en una sala repleta de cuadros. En uno de ellos hay ánforas romanas que no están clavadas en la arena sino en las líneas ondulantes de un pentagrama invisible. En otro cuadro se ve una nota musical. No se distingue muy bien cuál. Suenan unos acordes en un tempo lento. Amandine cambia de sala y se adentra en la gruta del rey de la montaña. En el fondo de la gruta hay un niño sentado al piano tocando una melodía que ella conoce muy bien. El niño, sin dejar de tocar, le pregunta: «¿Con qué sueñas?» Amandine intenta decirle que ella sueña que vuela, pero no le sale la voz de la garganta. El niño, que aún está tocando la misma pieza, le dice: «Si no puedes hablar, canta; si no puedes cantar, baila; y, si no puedes bailar, muévete al compás de cuatro tiempos y empieza a vibrar». La gruta está llena de escaleras. Amandine sube por una de ellas, resbala y cae al vacío; pero, justo antes de tocar el suelo, empieza a volar. Enseguida se da cuenta de que está soñando. Ella sabe que solo en sus sueños vuela. La alegría la desborda por completo porque ahora se podrá mover hacia donde ella quiera.
Asciende como lava de un volcán, sale de la montaña y se sienta en el tejado de una casa. Da un do de pecho y las cuerdas de un violín tocado por otra niña que está acostada en su cama empiezan a vibrar tanto que traspasan las cuatro estaciones y se escuchan desde cualquier lugar. Unos gemelos salen de puntillas en pijama con sus fagots a la terraza. Los oboes, los violines, los violonchelos de los niños llaman. Otro niño responde desde una ventana, soplando con una trompa, a la llamada. Muchos tocan al unísono los tambores que hacen a otros niños bailar en corro cogidos de la mano. Una música in crescendo escapa por las chimeneas y va componiendo esta sinfonía fantástica que hace a todos soñar.
Llega el amanecer: una clave de sol entra por la ventana, atraviesa la sábana que cubre los pies de Amandine, recorre su cuerpo, se posa en una de sus mejillas y la despierta. Abre los ojos y los vuelve a cerrar, bosteza, estira los brazos todo lo que puede y se despereza. Le vienen imágenes de un sueño difuso del que solo recuerda piezas sueltas. Se incorpora, pone los pies en el suelo y se queda mirando absorta el cuadro que hay colgado en la pared de la estancia. En el centro del cuadro, recostada sobre unos sacos de arena, hay una mujer con los ojos cerrados y, a su alrededor, ánforas romanas que flotan en el lienzo como las notas musicales de una partitura.
Su hermano la siente desde la cocina y la llama para desayunar. Al escucharlo, Amandine se va hacia él tarareando una melodía.
Alguien canta allá afuera.
En el jardín de los sueños de alguna otra cama, un niño sueña que ríe; otro, que come; otro, que juega; otro, que habla; otro, que canta; otro, que baila; otro, que vuela; otro, que sueña.