La danza del cristal
Por fuera, se diría que era una piedra cualquiera: grisácea y ovalada. De haberse mantenido entera, bien hubiera podido confundirse con un huevo de dinosaurio fosilizado. Pero no era una simple piedra. Se trataba de una pequeña roca que un vecino había encontrado en el campo y que, al haberla separado por la mitad, había dejado al descubierto una preciosa amatista.
Cómo una de las dos mitades fue a parar a manos de Amandine es otra historia, pero el hecho es que a la luz de una lámpara ella observaba detenidamente los cristales violáceos que conformaban el interior de la geoda y los recorría apenas rozándolos con el dedo índice hasta que se detuvo en el vértice irisado de uno de ellos. La tonalidad del cristal le recorrió todo su cuerpo; y, dejando a un lado la amatista, se acercó al mueble sobre el que reposaban los discos. Sacó uno de su funda, lo puso en el viejo tocadiscos y, accionando el brazo que sostenía la aguja, este empezó a girar. No era nada nuevo. Solía repetir ese gesto en aquellos días en los que el Sol se ponía pronto y las tardes se hacían tan largas antes de que llegase la hora de irse a la cama. Le gustaba abstraerse escuchando música, pues se veía a sí misma inmersa en alguna historia que fabulaba con el pensamiento, marcada por el ritmo de las notas que brotaban a través del altavoz. De manera que dejó caer la aguja sobre el disco y sentó en el suelo frente al aparato con las piernas cruzadas.
Al principio sonaron dos notas, una más breve y otra más larga, como sacadas de cornamentas que usaran en otro tiempo nuestros ancestros y que se repetían a modo de llamada, a las que siguieron otras para indicar que la carrera del hombre había comenzado. Mientras el disco giraba sin cesar, Amandine, sin quitar los ojos de la aguja que daba vida a aquellos instrumentos a medida que surcaba el oscuro océano de vinilo en una espiral apenas perceptible, veía cómo su respiración acompasada se iba haciendo cada vez más pausada. Cerró los ojos y se dejó llevar por la música. Recordó el abrazo que le dio su madre cuando participó en aquella carrera que no ganó. Recordó el olor a lavanda de su abuela cuando la abrazaba. Ella misma se abrazó a una secuoya cuyas raíces, que se extendían por todas partes, rozaban las piedras minúsculas y, sorteando las rocas, penetraban en la tierra y se entrelazaban con las raíces de otros árboles. Se sintió tierra que alimenta al árbol, musgo que la cubre, hormiga que trepa en hilera por el tronco, ardilla que salta de rama en rama, pájaro que anida en el árbol y árbol mismo que respira. Sintió la profunda conexión que existe entre todas las cosas. Se vio con los brazos cruzados sobre su pecho a modo de ramas y, sostenida por un eje invisible, comenzó a dar vueltas lentamente sobre sí misma abrazando aquella música. Los pliegues de su falda iban dibujando en el aire las dunas de arena del desierto que el viento va moviendo de lugar. Conforme giraba, sus brazos se fueron separando del tronco y, con la inercia, se elevaron por encima de su pecho. Sintió un hormigueo a la altura del estómago, un amor indecible por todo. Y la energía que guardaba en su interior recorrió todo su cuerpo y fundió sus átomos con la llegada del hombre a su meta y con las ondas de la luz que emiten los astros a lo lejos. Sonó una última llamada que anunció el final del disco y la música se apagó.
Aunque ya no sonaba nada, hacía rato que el disco seguía dando vueltas guiado por la aguja que lo surcaba en espiral. Amandine, despertando de su ensueño, abrió los ojos de nuevo y estos se posaron sobre la geoda. Le pareció que los cristales de la amatista reverberaban a la luz de la lámpara como estrellas de una galaxia de la que ella formaba parte.
Más allá del tragaluz la Vía Láctea sigue dando vueltas. Su luz y su música, inaudible para el oído humano, se expanden sin cesar.
