Una vez Amandine se perdió entre la multitud. Estaba paseando de la mano de su madre cuando se soltó y se encontró en mitad de la calle sin saber dónde estaba. Por fortuna, se sabía la dirección de memoria y un guardia la llevó a su casa.

Temiendo que pudiera suceder de nuevo, su padre trató de enseñarles desde pequeños a sus hijos a orientarse durante el día y la noche. Era navegante. Y, siempre que regresaba junto a ellos, les revelaba algún misterio sobre la rosa de los vientos, el sol y las estrellas:

-Allí está la Osa Mayor. ¿La ves, Amandine? Ahora estira el brazo y haz el símbolo de la victoria con los dedos índice y corazón. Así, muy bien. Tapa con ellos las dos estrellas de la parte delantera del carro y sube tus dedos cinco veces hacia arriba. ¿Ves esa estrella que brilla tanto?

-Sí, ya la veo.

-Esa es la estrella polar. No debes perderla nunca de vista en la noche. Te señalará siempre el norte a este lado del mundo. Hay otras estrellas en forma de cruz al sur que ya te mostraré algún día.

Una mañana de invierno antes de marcharse, el padre se había pasado la noche en vela fabricando con una vieja sábana blanca, palos y cuerda una cometa. La envolvió cuidadosamente en papel de estraza, la depositó sobre la mesa de la cocina y comenzó a escribir una nota para Amandine: «Me voy al sur. Te dejo una cometa para que juegues con ella en la playa. No puedo quedarme para enseñarte a volarla. Tendrás que intentarlo tú misma. Recuerda que hay que comprobar siempre el viento, ni demasiado fuerte ni demasiado débil, aprovechar el que sea favorable e ir soltando cuerda».

Tras las lluvias y tormentas del invierno, llegó la fresca brisa de la primavera un mes de abril. Amandine bajó por la rambla hasta la playa bien temprano para volar la cometa. Lo intentó una y otra vez sin conseguir más que la cometa se desplazara, como haría un albatros torpemente en tierra, a corta distancia. Viendo que la cometa no se elevaba, Amandine se sentó, resignada, con las piernas cruzadas junto a esta sobre la arena.

Cuando hacía buen tiempo y soplaba una brisa ligera y continua, la playa se llenaba de cometas los domingos. Absorta en sus pensamientos, no lo vio llegar; pero, al oír un grito de asombro a escasos metros de ella, se giró y se dio cuenta de que un niño más o menos de su edad acababa de lanzar al aire su cometa azul. Amandine observó sus movimientos, cómo este iba soltando cuerda, y siguió con sus ojos la cometa que surcaba el cielo como una gigantesca mantarraya.

Al cabo de unos minutos, decidida, Amandine se puso en pie frente al mar, se situó a la izquierda detrás del niño e, imitando su posición, soltó bastante cuerda. Al instante, la cometa de Amandine se elevó por los aires mecida por el mismo viento que acunaba todas las demás cometas. La tela blanca transparentaba una cruz que señalaba en su danza algún punto al sur más allá de la distancia.