El columpio

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Al final de la rambla, pendientes de las ramas de un árbol centenario, hay cuatro largas cuerdas trenzadas que están anudadas a dos tablas. Amandine vislumbra a lo lejos que una de las tablas está ocupada por un cuerpo vestido todo de azul. A medida que se acerca, ve balanceándose a una niña de cabello largo que ondea en el aire al vaivén del columpio. Cuando llega a la altura del árbol, de un salto, desciende del columpio quien lo ocupa, mira directamente a los ojos de Amandine y, sonriendo, le dice algo en otro idioma que a ella no le suena, probablemente su nombre. Amandine, que ha vivido en dos lugares diferentes y habla tres idiomas, está aprendiendo a ubicar en los mapas; así que, después de dudar un poco, le suelta: «Me llamo Amandine y soy de este planeta.»

Las dos se dicen algo más y se echan a reír. Aunque hablan lenguas distintas, a las dos les falta un diente y se ríen en el mismo idioma. Ninguna lleva un reloj atado a la muñeca. No han oído hablar de Babel ni saben qué hora es. Pero sí saben que, para poner en marcha un columpio, hay que empujarlo con ganas e impulsarse con fuerza. Se suben en sendos columpios, y, sin perder el equilibrio, los ponen en marcha. En algún momento, una se baja, empuja a la otra y viceversa. Cada columpio oscila a una velocidad diferente. Es un péndulo que no marca ni tiempo ni distancia, pero recibe la misma energía: dos cuerpos pequeños que quieren flotar en el aire.

Una voz aguda llama a su hija. Con la mano abierta, la niña de azul se despide de Amandine y se marcha. A solas, Amandine vuelve a desafiar la gravedad, echa el cuerpo hacia atrás, cobra impulso y se balancea. El movimiento del columpio le hace sentirse tan bien que, de vez en cuando, lo impulsa con fuerza y, dejándose llevar por la inercia, canturrea.

Se acercan dos gemelos con la cara y las manos manchadas de arena. Amandine, que los conoce de la escuela y ha jugado con ellos otras veces, de un salto a tierra, les cede el columpio y espera.

Van llegando niños que se pasan la rueda. Junto al columpio, se oyen risas y carcajadas. Una voz grave llama a sus hijos: «Es hora de volver a casa.» Los niños descienden, desaparece la cola y el columpio pierde fuerza, retorna a la posición inicial y se detiene. Al final de la rambla, quedan solas dos tablas anudadas a las cuerdas infinitas que penden de las ramas de un árbol centenario. El tiempo vuela.