De par en par

por

La jaula se ha vuelto pájaro
Alejandra Pizarnik: «El despertar»

Cuando por la mañana temprano de aquel día de verano abrió la puerta, lo último que hubiera podido imaginarse Amandine era encontrarse al vecino con una maleta en una mano y una pequeña jaula en la otra y diciéndole atropelladamente: «Tenemos mucha prisa. Nos vamos de viaje y no nos los podemos llevar. ¿Podéis cuidar este verano de nuestros inseparables? Dentro de la jaula hay un nido de madera con los huevos. Tened cuidado con la hembra, que está bastante agresiva. Cuando nazcan las crías, podéis quedaros una si queréis. Y que no se os pase limpiar la jaula y revisar los comederos y los bebederos todos los días. Te van a gustar: son pájaros exóticos que viven en la selva» -lo cual confundió a Amandine, pues aquella jaula no le pareció precisamente una selva-. Y, sin esperar una respuesta, el vecino le entregó la jaula y, de un golpe de talón, se dio la vuelta.

A la hora de la siesta, Amandine soñó con Villa Sonora.

Al otro lado de la rambla había una finca cuyo dueño se había aficionado al silvestrismo para matar el tiempo y coleccionaba el canto de todo tipo de pájaros que caían en sus redes y que guardaba celosamente en las trescientas jaulas doradas que colgaban de las paredes encaladas de blanco del patio. De ahí que en la zona la llamaran Villa Sonora.

Cuentan que aquel verano llegó no se sabe por qué medio a Villa Sonora un pariente lejano que venía de otras tierras y al que no veían desde hacía por lo menos veinte años. Dicen que el tío Manuel era muy callado y que apenas si se le entendía cuando intentaba articular una palabra, pero que silbaba maravillosamente bien cuando imitaba el canto de los pájaros.

Para celebrar la llegada del tío Manuel, se decidió organizar una comida en la finca. Estando todos reunidos en el comedor, nadie echó en falta al principio la presencia del tío Manuel, que se había quedado sentado en una hamaca del patio a la sombra de una higuera dialogando con los pájaros. De manera que, mientras familiares y allegados disfrutaban de los entremeses, el tío Manuel, abriéndose paso entre las macetas, se llegó junto a una de las jaulas en la que había un colorín y le abrió la puerta. El pajarillo titubeó un instante, pero finalmente salió volando y se posó encima de la reja de una de las ventanas que daban al comedor. Y, como en un poema de Prévert, aquel hombre fue borrando uno a uno los barrotes de las jaulas y dejando al descubierto el vuelo de los pájaros. Hubo una desbandada general: jilgueros, verderones, lúganos, pardillos, pinzones y colorines tiñeron con sus alas el cielo de la rambla. Mas, cuando el tío Manuel se llegó junto al último jilguero enjaulado, sintió una presencia y, al girar la cabeza, se topó con la mirada atónita de su primo y con la boca abierta de quienes lo rodeaban. El tío Manuel le sonrió con inocencia y, encogiéndose de hombros, señaló hacia lo alto y dijo algo ininteligible que nadie supo traducir. La cara traspuesta de su primo era también un poema. Este se echó las manos a la cabeza y, profiriendo algo entre dientes, que tampoco se entendía demasiado de lo apretados que los tenía, suspiró hondo, cerró los ojos y, tras unos segundos que parecieron eternos a los allí presentes, los abrió de nuevo, alzó el puño en alto y, cuando ya parecía cuál iba a ser el desenlace de esta historia, él mismo le abrió la puerta de la jaula al último colorín que quedaba. El pájaro salió de su prisión y se dirigió hacia una de las ramas de la higuera en la que se había quedado rezagado otro de su misma especie. Juntos emprendieron el vuelo y, habiendo encontrado donde posarse más allá del muro de la finca, ya no regresaron.

Tras un sueño ligero, Amandine se despertó de la siesta con el piar de los inseparables y el canto de dos jilgueros que libremente habían venido a asomarse desde el alféizar de su ventana, abierta de par en par. Los escuchó trinar un rato mientras seguía recostada, hasta que se acercó a la jaula, levantó la tapa del nido y vio que una de las crías tenía ya medio cuerpo fuera de su cascarón. Le pareció el espectáculo más hermoso del mundo. Y entonces le dijo con voz queda: «No te preocupes: yo te llevaré de vuelta a la selva».