La metáfora del caracol
La lluvia hilvanaba finísimas hebras en la rambla que se transparentaban al sol y dibujaban un doble arcoíris sobre el horizonte. Amandine dejaba resbalar el agua sobre su rostro y su impermeable. Iba chapoteando con sus botas de agua sobre los charcos cuando casi pisa un caracol.
«Caracol, col, col, saca tus cuernos y ponlos al sol», le cantó entonces. El caracol, como si hubiese comprendido, sacó sus cuernos y los meció lentamente en el aire. Amandine empezó a jugar con ellos. Le encantaba observar cómo estos se encogían y estiraban al contacto con sus dedos. El caracol se refugiaba una y otra vez en su concha y no parecía importunarle el juego porque, después de un rato, volvía a sacar su viscoso cuerpecillo.
A ella no le gustaba comer caracoles; pero, siempre que llovía, recogía caracoles para que su abuela los preparara con un sofrito de tomate, tomillo, laurel, ajos, cebolla y vino. De manera que, en cuclillas, se dispuso a cosechar caracoles por todo el camino.
Cuando ya tenía los bolsillos del impermeable repletos de caracoles, vio a lo lejos a un hombre con una manta sobre los hombros que empujaba un carrito con una mochila encima y que se le aproximaba, pues recorría la rambla en dirección opuesta a la de ella.
Amandine apreció el cansancio en sus pasos y la tristeza en sus ojos. Ya había visto a otros como él: hombres y mujeres que, según le habían contado los mayores, sin rumbo fijo arrastraban en carritos todas sus pertenencias. Y pensó: «Como un caracol.»
Acto seguido, vació sus bolsillos, depositó uno a uno los caracoles sobre los hinojos que bordeaban la rambla y continuó su camino rumbo a la escuela de la vida, donde en cada vuelta ya estaba aprendiendo ecuaciones de primer grado.