L’endormi

por

Camaleón en la Rambla

Amandine se bajó del autobús y emprendió el camino que lleva a la rambla que desemboca en el mar. Era el mediodía y a esa hora por aquel pedregal no solía pasear un alma. El sol caía a plomo sobre las piedras, que destellaban con ciego ardor.

Apartó la mirada del camino y entonces lo vio, camuflado de amarillo ocre junto a unas hojas secas. «Un endormi. Es un endormi.» Lo pensó así, en criollo. Hacía tiempo que no veía uno, concretamente desde su estancia en aquella lejana isla. Este tan solo era una cría. Amandine se inclinó para verlo mejor de cerca y, como si se dirigiera a un posible amigo con el que jugar al escondite, le preguntó: «¿De dónde has salido? ¿Te vienes conmigo?»

Cuando quiso atraparlo entre sus manos, el pequeño camaleón mudó en llamaradas, dirigiendo un ojo hacia Amandine y el otro hacia la orilla de la rambla. Y, en ese instante, emitió un extraño siseo, se retorció sobre sí mismo y le asestó un bocado justo en el dedo corazón. No le hizo daño; sin embargo, de no haber sido por ese gesto, la historia se habría desarrollado de otra manera.

«Está bien, tú decides: eres libre.» Lo depositó de nuevo en la tierra arcillosa, que le devolvió un siena tostado a toda su figura. Y fue así como el camaleón se alejó lentamente, ora verde, ora morado, entre la lavanda.